Los pocos vecinos a los que reconozco por la calle me conducen a una conclusión amarga: el tiempo es más piadoso con la arquitectura que con la gente. Algunos han envejecido mal y los otros peor; por no hablar de los muertos. ¿Cómo me verán ellos a mí? ¿Creerán que yo también envejecí mal? ¿Qué opinarán acerca de que yo no tenga hijos ni pareja? Tal vez crean que soy gay. O que soy estéril. O ambas cosas. Aunque probablemente no piensen nada, ni siquiera reparen en mi existencia: somos mucho más intrascendentes de lo que a veces nos gusta pensar.
Mi caminata me lleva hacia la zona que solemos llamar el fondo, porque no vamos casi nunca para ese lado: el barrio mira en la dirección contraria, hacia Varela, es decir, al centro, la estación. No sé de dónde vendrá esa tradición, tan típica del conurbano y de los pueblos y ciudades chicas, de usar el nombre del distrito para referirse al centro; como si los barrios de la periferia fuesen ajenos, otro lugar, otra cosa. Paso por la casa de los Basualdo y me sorprende descubrir que está en venta. Llevaba tanto sin pensar en los Basualdo que casi había olvidado la existencia de esa familia, un matrimonio con un hijo que fue a pelear a Malvinas. Este muchacho volvió de la guerra, según cuentan, un poco trastornado. Pocos años después asesinaron al padre. Oficialmente, lo mató un asaltante que entró con la intención de robar y le terminó pegando un tiro y escapando. La versión más aceptada en el barrio, sin embargo, asegura que quien lo mató fue el hijo, en un arranque de locura. En cualquier caso, madre e hijo siguieron viviendo ahí, en la misma casa, ella saliendo todos los días para ir a limpiar otras casas a la Capital, él cada día más encerrado, más ermitaño. Sólo salía para ir al cuartucho que se había construido en el patio trasero. Nadie sabía lo que hacía ahí: unos decían que tenía una colección de maquetas o de aeromodelismo, otros que coleccionaba soldados de juguete con los que recreaba la batalla de Monte Longdon, de la que había participado, otros que leía los volúmenes de una inmensa biblioteca que había pertenecido a su padre, otros que releía incansablemente un único libro, quizás una Biblia, otros que escribía, otros que nada más miraba la televisión. No tengo idea de qué habrá sido de ellos, y ahora creo que lo que me sorprende del cartel de venta colgado en el frente de la casa es el cambio, porque de algún modo me había convencido de que los Basualdo, madre e hijo, vivirían siempre ahí, en su rutina perpetua. A menudo, me digo, los cambios en los hábitos ajenos nos hacen tomar consciencia del paso del tiempo mucho más que los cambios en las costumbres propias. Les preguntaré a mis viejos, me digo, cuando hable con ellos, qué fue de la vida de los Basualdo.
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Sigo andando. Después de un largo rodeo, llego hasta Varela, hasta el centro. Acá sí se observan más cambios. Algunas cosas han ido a mejor: el ferrocarril electrificado, el paso bajo nivel de la avenida llamada San Martín de un lado y Sarmiento del otro, Monteagudo convertida en peatonal. Además están el Hospital El Cruce, la Universidad Arturo Jauretche, Defensa y Justicia en primera división. Otras cuestiones siguen tan mal como antes. O peor. Enormes barriadas siguen sin tener agua corriente, ni cloacas, ni mucho menos las calles asfaltadas o gas natural. Y no es que acá en el centro las cosas funcionen demasiado bien. Los cajeros automáticos siguen siendo escasos, la gente sigue obligada a hacer unas colas interminables para retirar su dinero. Al rayo del sol en verano, con el frío en los huesos en invierno. Ahora, por suerte, el clima es bastante amable. Quizá por eso me siento optimista y creo que eso un día también va a mejorar. Pero mientras tanto qué, resuena la voz de mi parte pesimista dentro de mí. Mientras tanto qué.
Recorro la peatonal. El área comercial de la ciudad se ha expandido: abarca algunas manzanas más que cuando yo vivía acá. Hay más gente, más movimiento. Muchos comercios han desaparecido, por supuesto, y sus locales ahora alojan otros nuevos. Donde funcionaba la antigua farmacia Orsini ahora hay un bazar, uno de esos negocios llenos de plástico y toda clase de artefactos innecesarios. Esto sí me pone un poco triste. La farmacia Orsini estaba ahí desde que tengo memoria. Tenían una balanza mecánica, de esas en las que no basta con observar la aguja: es uno quien debe desplazar los pesos a la derecha o a la izquierda, hasta que la varilla queda suspendida en el aire. Siempre me gustó ese rol activo, esa participación necesaria en la tarea de pesarse. Ahora ya parecen obsoletos hasta los relojes analógicos, en los que las nuevas generaciones no saben leer la hora. Me siento un viejo cascarrabias cuando pienso en estas cosas, pero quizá influido por mis ideas sobre Black Mirror me pregunto qué tan indefensos quedamos al depender tanto de las pantallas, cuánto perdemos al alejarnos de los viejos mecanismos que funcionaron durante siglos y que hacían que, a simple vista, nos admiráramos del ingenio humano. Hoy, en cambio, todo parece magia. ¿Adónde habrán ido a parar aquella vieja balanza y todos los demás instrumentos y muebles y adornos, como el muñeco de Geniol, aquel viejo pelado con la cabeza llena de agujas, de la antigua farmacia Orsini? ¿Qué habrá sido de la gente que trabajaba ahí? Los dueños eran un matrimonio; ya eran viejos en aquella época, deben estar muertos. ¿Cuándo los vi por última vez? ¿Cuánto hace que no pensaba en ellos? Si es cierto eso que dicen, que una persona muere definitivamente cuando ya nadie la recuerda, cuando el olvido se come hasta su último vestigio, al matrimonio que atendía la antigua farmacia Orsini esa muerte definitiva le tardará en llegar.
De pronto recuerdo un dato: en el mismo local ahora ocupado por este bazar impersonal y colorinche, y antes por la farmacia Orsini, antiguamente había funcionado una pulpería, o un almacén de ramos generales, o algo así. Hace mucho, cuando Varela todavía era un pueblo, antes de ser alcanzado por los tentáculos de la Capital y quedar integrado en el conurbano. Trato de imaginarme el pueblo, superponiendo de nuevo las fotos de mis recuerdos sobre las imágenes del presente: calles de tierra, caballos y carros, gente con ropa rural. Parece extraño, pero a unos pocos kilómetros de acá el paisaje es exactamente ese. Trasladarse hacia la periferia muchas veces se parece a viajar al pasado; eso que llamamos progreso llega antes al centro. Acaso cuando la farmacia Orsini se instaló en este local mucha gente sintió la misma desazón que siento yo ahora al ver el bazar, al oír desde lejos la música estridente que brota de sus entrañas.
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Empiezo a sentir hambre. Pienso en comer algo por acá, en Survive, o El Almacén, o el Bogavantes, pero finalmente lo descarto y decido volver a casa. Tengo ganas de algo tan simple como unos fideos. Esta vez no los incluiré en una ensalada, sino que les añadiré una salsa que mi mamá dejó preparada en la heladera. Mientras hago el camino de regreso, pienso que comer lo que deseamos es un placer burgués que podemos satisfacer con bastante facilidad. Otros son más complicados. Viajar, por ejemplo. ¿Adónde me iría ahora mismo? Hay formas y formas de viajar. Hay quienes van a muchos lugares y en el fondo es como si no visitaran ninguno: no están abiertos a experiencias nuevas, reproducen sus rutinas en diferentes contextos. Comen en McDonald’s, toman café en Starbucks, no se desconectan de su mundo, refuerzan sus prejuicios. A la vuelta, trazan una cruz sobre las nuevas ciudades o países que han visitado, como esos vaqueros que, según las películas, hacían una muesca en la culata de su revólver por cada tipo al que mataban. Una ciudad más, un lugar menos. Viajan como si vieran televisión. ¿Qué haría esa gente si viniera a Varela, donde no hay Starbucks ni McDonald’s? ¿A qué lugares de Varela llevaría yo a un turista? Al Bicho Canasto. Le mostraría el monumento y la bandera enorme flameando bien arriba y le contaría historias sobre lo que, dicen, está guardado ahí adentro.
Voy a cruzar las vías por un paso a nivel muy cercano a la estación. Justo se aproxima un tren: tengo que esperar que pase. La formación eléctrica se desplaza sobre las vías con serenidad, en silencio. Nada que ver con los viejos trenes diésel que hacían este recorrido hasta hace poco, con un escándalo de fierros que hacía pensar en oxidados animales mecánicos a punto de destartalarse.
En un instante fugaz, sucede frente a mis ojos esta escena: una mujer se adelanta hacia las vías, se dispone a cruzar, no ve ni oye que viene el tren, va a ser atropellada, un hombre la agarra del brazo in extremis y le salva la vida. Cuando la mujer ve el tren tan cerca, se lleva la mano al pecho y en su cara se revela una mezcla de pánico y estupor. No vi el tren, cómo puede ser, dice mientras agradece una y otra vez al hombre que la salvó, un vendedor de garrapiñadas. Es que ahora no hace ruido, responde el hombre señalando el tren. Estamos acostumbrados al estruendo de los trenes viejos. Casi todos los días tenemos que parar a alguien, agrega, en un plural que, supongo, incluye a todos los vendedores que trabajan en las cercanías de la estación. Los peligros del progreso. El tren termina de pasar, y ahora sí cruzamos todos, tras asegurarnos de que no viene ningún otro por las vías contrarias.
Recuerdo paseos por ciudades con tranvías, que no son otra cosa que trenes que circulan por las calles del centro de la ciudad, mientras las bicicletas y los peatones se les cruzan por delante con temeridad. Pienso en viajes, en la gente que viaja y no sabe aprovecharlo, en mis viejos. ¿Qué clase de viajeros son mis viejos? ¿Qué hacen ahora, cómo recorren San Luis, cuánto de San Luis se les impregna y pasa a formar parte de ellos? La gente que no aprovecha los viajes suele ser la misma que no ve casi nada más allá de la superficie de las cosas. Como las personas a las que les contaba la coincidencia de aquel veintisiete de agosto y no le daban ninguna importancia, les parecía algo intrascendente, banal. Para mí, aquello era una especie de tesoro, algo que debía proteger, y por lo tanto no podía permitir que otros le bajaran el precio así como así. Seleccionar con cuidado los interlocutores con los que compartir esa historia fue muy positivo, porque de ese modo obtuve pistas y recomendaciones para pensar en lo que había ocurrido desde diferentes perspectivas.